Las guerras que no vemos (I)
La historia la escriben los vencedores. Los vencidos simplemente contemplan. La verdad siempre sale dañada, los intereses políticos acostumbran a prevalecer.
En un lugar de New Hampshire
Los sombreros y las gabardinas abundaban en esas noches de verano, que eran frescas. Los días eran largos y el tabaco estaba presente en todas sus formas: pipas, cigarros rubios, cigarros tostados, puros, verdaderas fábricas de humo. Era una liberación entre tantas conversaciones. El ambiente estaba cargado.
Allí se habían reunido representantes de todo el mundo. Las naciones enemigas, obviamente, no estaban invitadas. A pesar de eso, los números eran exagerados, más de 700 burócratas y especialistas representando a 44 países de todo el mundo.
Un mundo que llegaba a su fin. Un mundo que renacía.
Era 1944, julio, para ser exactos. La Segunda Guerra Mundial había durado demasiado desde su comienzo ese fatídico 1 de septiembre de 1939, pero iba a acabar pronto. En Europa, Hitler estaba derrotado, solo era cuestión de tiempo. Japón era un hueso duro de roer, pero también llegaría su momento.
Allí, retirados en un hotel llamado Mount Washington, cerca de Bretton Woods, se iba a forjar el futuro.
Hagan sus apuestas
En el último medio siglo, el mundo había vivido en incertidumbre. La Primera Guerra Mundial (1914-1918), la Revolución Rusa (1917) y el posterior auge de los soviets, el crack de la Bolsa de 1929, la Gran Depresión (1929-1939) y ahora, en la década de 1940, la muerte de un antiguo orden.
Ante un nuevo mundo lleno de oportunidades, hacía falta decidir qué reglas se iban a jugar, algo complejo de determinar con tantos asistentes. Entre todos los presentes, hay dos nombres que deben destacarse: John Maynard Keynes y Harry Dexter White.
Ambos economistas, ambos anglófonos; pero de países diferentes.
Keynes y White eran conscientes de la importancia de una economía robusta, crucial para el crecimiento de la humanidad en una era globalizada. Los conceptos relacionados con el libre comercio y la creación de instituciones financieras mundiales abundaban, algunas de esas ideas se materializaron creando el FMI y el Banco Mundial.
Pero había una cuestión que aún no se resolvía. Si se quería crear un sistema internacional, debía existir una unidad de reserva establecida.
Los dos modelos que planteaban Keynes y White eran diferentes. Ambos estaban influenciados por las políticas expansionistas de sus países, utilizando las finanzas como un arma de control.
El modelo británico reflejaba una alternativa más “descentralizada”, propia de un imperio tocado de muerte que no quería caer en el olvido. El modelo estadounidense era la viva imagen de un nuevo imperialismo, una mezcla de productividad, comercio y recursos naturales.
Un nuevo sistema: El patrón oro-dolar.
Harry D. White, estadounidense, proponía un sistema en el que todas las monedas estarían vinculadas al oro, pero con una mayor flexibilidad representada por el dólar.
1 onza de oro equivaldría a 35 dólares, lo que se conocería como el patrón oro-dólar.
Obviamente, esta propuesta estaba orientada hacia un sistema en el que el dólar estadounidense jugaría un papel central, dado que el dólar estaría vinculado al oro y otras monedas estarían, a su vez, vinculadas al dólar.
Era una idea agresiva y controladora. Era el comienzo del apogeo mundial de un nuevo estado. Con un territorio alejado de los frentes de batalla, Estados Unidos se había convertido en la primera potencia. Al finalizar la guerra, emergió no solo como una superpotencia militar sino también como el indiscutible líder económico.
Su producción industrial había alcanzado niveles sin precedentes, impulsada por las demandas del conflicto, transformando su economía en la más grande y tecnológicamente avanzada del planeta. Para 1944, el país no solo había superado la Gran Depresión, sino que había establecido las bases para un período de prosperidad económica que se extendería por décadas.
La fortaleza financiera de Estados Unidos en ese momento era inigualable. Poseía más de la mitad de las reservas de oro mundiales, lo que le daba una ventaja significativa en cualquier discusión sobre el futuro sistema monetario internacional. Además, su balanza comercial, positiva y su capacidad de producción industrial le permitían ejercer una influencia económica considerable sobre otras naciones, sin olvidar que era el "arsenal de la democracia", suministrando armas y bienes tanto a sus fuerzas armadas como a sus aliados.
Esta expansión industrial y militar, combinada con una fuerza laboral altamente motivada y el desarrollo tecnológico acelerado, posicionó a Estados Unidos como el eje de la recuperación económica y el crecimiento en el período de posguerra.
Esa revitalización debía también llegar a Europa. Pero esta ayuda, que posteriormente sería conocida como el plan Marshall, estaba condicionada.
Debía aceptarse el dólar como unidad de reserva de valor.
Estados Unidos había dejado claro que buscaba consolidar y extender su hegemonía.
Bancor, lo que pudo cambiar el sistema
En aquellos días las deliberaciones eran intensas.
John Maynard Keynes, británico, desplegó ante el mundo una propuesta audaz. Imaginaba una moneda que trascendiera fronteras, una moneda supranacional bautizada como "Bancor". No sería una moneda común, sino el eje sobre el cual giraría el comercio global, la piedra angular de un sistema de reserva que aspiraba a ser universal.
Este modelo proponía un mecanismo de compensación internacional, un sistema donde los países podrían equilibrar créditos y débitos sin el lastre del oro o la volatilidad de las monedas nacionales. Bajo la égida de una autoridad bancaria global, este sistema tendría la capacidad no solo de equilibrar las balanzas, sino de intervenir activamente para corregir los desequilibrios económicos, evitando así los brutales ajustes que solían castigar a las naciones con déficits.
En la mente de Keynes, Bancor era un faro de estabilidad en mares financieros tormentosos. Una apuesta por la solidaridad económica global, un intento de coser el tejido desgarrado de la economía mundial con hilos de cooperación y estabilidad. Era una nueva concepción de lo que podría llegar a ser el mundo.
En la mente del parlamento británico, muy posiblemente, Bancor era también la única alternativa viable antes de tener que aceptar la perdida del poder que había acaudalado por más de tres siglos. Un imperio colonial y comercial que se desquebrajaba. Las cenizas de un viejo continente, cuyo yugo imperialista llegaba a su termino.
Un país endeudado por la guerra, con una profunda división social y una unidad que se había estado fragmentando desde hacía varías décadas, con el fin de la primera guerra mundial.
Pero daba igual, el futuro estaba sellado.
La vida y la muerte iban de la mano.
Estados Unidos iba a prevalecer. Las otras naciones simplemente podían sentarse y observar.
Por otro medios…
El conflicto gratuito, en sí mismo, carece de sentido.
El conflicto es inevitable, pero debe condicionar su existencia a un objetivo específico. Una discusión, un contrato, una acción política, un fin.
El conflicto y la existencia del ser humano estarán siempre caminando de la mano.
Siguiendo este pensamiento, “la guerra es la continuación de la política a partir de otros medios”. Así lo definía Carl von Clausewitz, militar prusiano contemporáneo a Napoleón.
La guerra, la política y la economía son conceptos que no podrían existir de manera independiente.
En el tratado de Bretton Woods se libraron muchos conflictos en debates, discusiones y coerciones.
Allí se hizo patente que la economía iba a ser un nuevo campo de batalla en los siglos venideros y Estados Unidos jugó sus cartas, en un movimiento brillante que le hizo ser dueño del mundo.
Pero como la fama, la gloria y el poder son temporales.